Hasta que se volcaron a la calle a protestar contra los regímenes abusadores de Nicolás Maduro y Daniel Ortega, los pueblos de Venezuela y Nicaragua no habían conocido una represión tan brutal.

En 2014 y 2017 las protestas en Venezuela fueron sofocadas mediante un abierto despliegue de terror dirigido por asesores militares cubanos. Todavía recordamos a la joven que murió a consecuencia de los perdigones que le dispararon en la cara; a la reina de belleza de Carabobo siendo trasladada en moto con la bala de un francotirador en la cabeza; y al joven líder de las protestas en San Cristóbal, ubicado y asesinado a quemarropa por los colectivos de hampones prochavistas.

Algo similar sucedió en 2018 en Nicaragua: jóvenes cazados como venados por los francotiradores, viviendas y negocios de los opositores incendiados, cabezas rajadas a culatazos, asesinatos selectivos de líderes. Además, en ambos países, miles de ciudadanos encarcelados bajo cargos espurios.

La maquinaria represiva de Cuba se extremó en Venezuela y Nicaragua para proteger sus intereses geopolíticos y económicos. Por otra parte, era un laboratorio. La experiencia les serviría para aplicarla en Cuba si llegara a ocurrir algo similar, lo cual, después de 60 años de adoctrinamiento y autocensura, contemplaban como una posibilidad muy remota.

Sin embargo, la posibilidad remota se hizo realidad: como señaló recientemente el Observatorio Cubano de Conflictos, el régimen había ido perdiendo uno a uno los pilares de su poder: la ideología, que era sostenida por el monopolio de la información, se desplomó con la irrupción de la Internet. También perdieron la dependencia económica del ciudadano del Estado cuando el grupo mafioso en el poder dejó de satisfacer sus necesidades esenciales. Solo quedaba el miedo a la represión, pero el estallido social en 60 localidades de la isla a partir del pasado 11 de julio demostró que el miedo estaba sobrevalorado.

Así que recurrieron al terror: a rajar a garrotazos asestados a cuatro manos las cabezas de los manifestantes, a romperles las costillas pateándolos en el suelo, a entrar a punta de pistola a cazarlos en sus domicilios, a desaparecerlos de la vista sus familiares angustiados y arrestarlos por centenares para someterlos a un engendro judicial llamado “atestado directo”, una versión expedita del juicio sumario, que les permitiría encarcelarlos por muchos años.

Paralelamente hacen esfuerzos desesperados por convencer al mundo de que el pueblo los sigue apoyando. Pero si algún apoyo les quedaba, lo pisotearon al desencadenar la violencia contra manifestantes pacíficos y desarmados, convirtiendo en papel mojado su propia Constitución. Las imágenes de la represión que le han dado la vuelta al mundo y circulan dentro de la isla tienen un efecto revulsivo. Ninguna propaganda va a poder ya ocultar, ni a los de afuera ni a los de adentro, que Cuba es gobernada por una dictadura brutal, una de las más longevas del mundo, que ya es hora de que termine.

Puede que el terror desplegado llegue a los niveles de crueldad vistos en Venezuela y Nicaragua. Pero también se ha comprobado en los últimos meses que el incremento de la represión en Cuba solo ha generado más inconformidad y rebeldía. De mantenerse esa tendencia a nadie deberá sorprenderle que los gritos de “Libertad” acaben anulando al Terror.